Qué ver en Rumanía: Sombras, ciudades y montañas
El tren avanza lento, como si a veces se detuvera. Las ventanas parecen llenas de sombras, aunque el sol es fuerte. Se puede ver el agua, un río que se mueve despacio, acariciando las colinas. Bucarest es la primera parada. Se levanta entre la humedad de agosto, entre lo que parece una espera eterna, una respiración contenida.
La ciudad te recibe con su peso. Hay algo en su aire, una mezcla de modernidad forzada y cansancio. Las fachadas de los edificios son grises, largas hileras de cemento que uno piensa que podrían seguir para siempre. La vida pasa entre esas líneas rectas, pero en el Palacio del Parlamento, la historia se hace imponente, se vuelve algo pesado, más que el aire. Se puede sentir que aquí hubo, y aún hay, secretos. Uno puede caminar por las calles del Casco Antiguo e imaginar que, en cualquier esquina, algo va a revelarse. Pero nunca lo hace.
La gente en los bares parece saber algo que tú no. El calor aumenta y la noche llega despacio, como si tuviera miedo de aparecer demasiado pronto.
Timișoara: la revolución y el renacer
Hay algo distinto cuando llegas a Timișoara. Las calles parecen más ordenadas, como si los años de historia hubieran encontrado un equilibrio. Pero bajo esa calma aparente hay cicatrices. Esta ciudad fue donde empezó la revolución rumana en 1989, donde los gritos se alzaron contra un régimen que parecía inamovible. Las plazas de Timișoara, con sus edificios de tonos pastel y su aire tranquilo, guardan ese pasado, lo llevan encima como una piel que no se puede quitar.
El Plaza de la Victoria es amplia, bordeada por edificios que parecen murmurar historias en voz baja. En el centro, la Catedral Ortodoxa vigila la ciudad, como si fuera testigo de todo lo que ha pasado, de lo que se ganó y de lo que se perdió. La vida fluye aquí, pero siempre hay una sensación de que algo permanece en el aire, suspendido entre lo viejo y lo nuevo, entre el antes y el después.
Constanza: el mar y la nostalgia
Más al este, el Mar Negro parece extenderse hasta el fin del mundo. La ciudad de Constanza se despliega a lo largo de su costa, un lugar que lleva siglos mirando hacia las aguas. Lo primero que uno siente es el olor a sal y a tiempo, un tiempo que ha visto pasar imperios, naufragios, y sueños.
El Casino de Constanza, esa joya de la Belle Époque que mira al mar, está en ruinas. Sus paredes desgastadas, sus ventanas vacías, son una imagen perfecta de la nostalgia. Es como si el edificio aún estuviera esperando a los turistas que nunca volverán, como si cada noche esperara una fiesta que ya no tendrá lugar. Pero esa melancolía, esa belleza destrozada, es también parte del encanto de la ciudad.
El puerto de Constanza está vivo, pero en el borde de la ciudad, donde el mar choca contra las rocas, uno se siente solo. El horizonte es largo, la línea de agua se pierde, y en esa inmensidad uno encuentra algo, quizás paz, quizás solo más preguntas.
Brasov, Sibiu y Cluj-Napoca: memoria de piedra
Rumanía se estira hacia el norte, como una serpiente que quisiera escapar de sí misma. Brasov aparece de repente. Entre las montañas, la ciudad parece un susurro. Las casas están ahí, tranquilas, pequeñas, como si no quisieran molestar al verde que las rodea. En la Plaza del Consejo, el centro de todo, se siente el ritmo del tiempo, como si los relojes aquí nunca hubieran avanzado demasiado. La Iglesia Negra domina el paisaje, pero no intimida, más bien observa. Se siente que todo aquí ha pasado lentamente. En Brasov viví el invierno más frío de mi vida. Menos 20 grados que te rompían el espiritu.
Después sigue, Sibiu. Una ciudad que parece hecha de colores, de edificios que quieren levantarse con alegría pero que, en el fondo, saben que el pasado sigue presente. Es como si las calles, adoquinadas y brillantes, contaran una historia que nadie quiere oír. Los ojos en los tejados, esas ventanas inclinadas que parecen mirarte desde arriba, te siguen a cada paso. Son testigos de algo que ya pasó, y que no volverá.
Cluj-Napoca, más al norte, es otra cosa. Hay un ruido aquí, no solo el de los jóvenes que inundan sus bares, sino un ruido más profundo, el de una ciudad que intenta decir algo. La Catedral de San Miguel, vieja pero firme, observa, callada. A su alrededor, las calles vibran con una energía que busca olvidar lo que alguna vez fue. Aquí, lo medieval convive con lo nuevo, pero la convivencia no es siempre fácil.
El mito de Bran: leyendas y turistas
Al suroeste de Brasov, cerquita, casi tocable, está Bran, con su castillo alzado sobre las colinas de Transilvania 🦇. La niebla parece tener aquí su propio hogar, cubriendo el paisaje de un silencio que invita al misterio. El Castillo de Bran es famoso por algo que nunca fue: la morada de Drácula. El mito atrae a multitudes, a turistas que recorren sus pasillos buscando una oscuridad que ya no existe.
El castillo, sin embargo, guarda su propia historia. Las piedras hablan de defensas medievales, de reyes y reinas que miraban al horizonte esperando guerras, no vampiros. Bran es una paradoja: su fama viene de la ficción, pero lo que de verdad queda es una historia más simple, más real. Los visitantes se marchan con la sensación de que no vieron lo que vinieron a buscar, pero tal vez eso sea lo más auténtico de todo.
Los Cárpatos: inmensidad y silencio
Los Cárpatos son otra cosa. Son inmensos, impenetrables. Las montañas tienen una forma de imponer su presencia, y aquí, en Rumanía, lo hacen con brutalidad. Todo se vuelve pequeño frente a ellas.
Sinaia, un pequeño pueblo que parece abrazado por los picos, alberga el Castillo de Peles. Aquí, la historia es otra, más cercana, más comprensible. El castillo es una joya del siglo XIX, una maravilla neorrenacentista que parece demasiado perfecta para este lugar, rodeada por una naturaleza que no se detiene.
Pero lo que realmente queda grabado es el paisaje. Uno camina por los senderos de los Cárpatos con la sensación de que no se está yendo a ninguna parte, de que no hay fin. Solo montañas, y más montañas. El silencio es absoluto, roto solo por el viento que parece empujar los árboles y hacer que todo se mueva. Aquí es donde Rumanía parece mirarse a sí misma, y no encontrar respuestas.
Maramureș: entre la vida y la muerte
En el norte, está Maramureș, una región que parece haber sido olvidada. Aquí el tiempo se ha detenido, pero no por pereza, sino por elección. Las iglesias de madera se elevan hacia el cielo, como si buscaran una respuesta que no llega. Las aldeas, pequeñas y dispersas, viven un ritmo que ya no existe en otros lugares. Aquí, los carros de caballos aún cruzan los caminos, y los campesinos parecen haber hecho un pacto con la tierra.
El Cementerio Alegre de Săpânța es quizás el lugar más extraño de todos. Aquí, la muerte no es silencio, sino color y risa. Las lápidas no lloran, celebran. En cada tumba, un relato, una vida contada con humor, con ironía. Es un recordatorio de que la muerte, aquí, no es más que otra manera de seguir contando historias.
Palabras finales
Rumanía no es un lugar fácil. No es un lugar que se entienda a la primera. Es un país que parece esconder más de lo que muestra. Entre sus ciudades que respiran pasado, sus montañas que dominan todo desde lo alto, y sus aldeas que se niegan a avanzar, uno se da cuenta de que aquí, en esta tierra, lo que importa no es lo que se ve, sino lo que se siente.